En el Antiguo Testamento aparecen diversas prohibiciones respecto al culto de las imágenes, causa de la corrupción y de la perdición de los hombres. Por esta razón, los primeros cristianos fueron abiertamente hostiles a su representación, llegando a considerarlas obras del demonio o bien, simplemente, elementos ajenos a la tradición de la Iglesia, cuyas bases se fundan, en cambio, en documentos escritos (los textos bíblicos, las actas de los consejos).
San Agustín, por ejemplo, se muestra dubitativo respecto a la legitimidad de representar lo sagrado y, en particular, la imagen de Dios: sería, dice, como cambiar la gloria de Dios incorruptible por una semejanza corruptible
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