sábado, 2 de noviembre de 2013

Los pintores toscanos (Segunda parte)

Leer Primera parte

Los frescos de Benozzo Gozzoli están repartidos en tres conjuntos: el primero, en Montefalco de Umbría, en el convento de los franciscanos, donde reprodujo los temas de la vida de San Francisco; el segundo, en San Gimigniano, en Toscana, donde pintó, en una capilla de la colegiata, la historia de San Agustín, y el tercero, y más importante, en Pisa, en los muros del Camposanto, que, comenzados a pintar en el siglo anterior, tenían un lado del claustro, el que mira a Levante, sin decorar todavía.

Esta es la serie más conocida, y también la más larga, de las obras de Gozzoli, y ha resultado en gran parte destruida, y estropeada en los fragmentos subsistentes, por el incendio que ocasionó una bomba en 1945. Sus escenas pertenecían al Antiguo Testamento, y la mayor parte de ellas, a relatos de los primeros libros de la Biblia; las últimas representaban la lucha de Goliat con los filisteos y la visita de la reina de Saba.

Son famosas varias figuras del destruido fresco de las Vendimias. A un lado del patriarca Noé, dos mujeres bellísimas llevan sus canastillas repletas de uvas moradas. Los vendimiadores están subidos en escaleras para coger los racimos de las vides altas, como se cultivan todavía en Italia. Sin la figura de Noé, con su nimbo y su ropaje de patriarca, creeríamos encontrarnos, en un día de septiembre, en la hacienda de un rico possidente rural de la campiña toscana, cuando los campos y las casas parecen saturados del penetrante y exquisito olor del mosto nuevo.

En la decoración de esta pared del cementerio de Pisa pasó Benozzo Gozzoli diecisiete años, desde 1468 hasta 1485, y el conjunto realmente requería este tiempo, porque la serie de frescos era inmensa. Había allí todo un mundo de imágenes, una vasta aglomeración de patriarcas semigigantes, multiplicándose y juntándose con poco orden, como en los primeros días del mundo, cuando todavía no se había organizado una verdadera sociedad civil.
Si en estas composiciones, excesivamente grandes, del Camposanto de Pisa, Benozzo Gozzoli se perdió en elementos anecdóticos, otra obra suya basta para inmortalizarle como uno de los más afortunados pintores de todos los tiempos. Es la gran pintura al fresco con que decoró en 1459 la capilla del palacio Medici-Riccardi de la vía Lata, en Florencia, que Michelozzi construyó por encargo del gran Cosme, para residencia de la familia. Es una estancia reducida, sin luz, pero tan vivamente irradiada por las pinturas de sus paredes, que todavía hoy la hacen una de las joyas más preciadas de la ciudad de Florencia.

Mientras los frescos de Pisa estaban ya algo descoloridos y descompuestos por la humedad antes del incendio, los de la capilla de los Médicis resplandecen todavía con el oro y las frescas gamas de verdes y rojos. El asunto es muy simple: una cabalgata de ricos señores, que quieren representar los Reyes Magos, acude a adorar al Niño y a la Virgen, que estaban en el altar (donde ahora hay otra tabla de Filippo Lippi, ya que la primitiva que allí había se encuentra en Berlín). Pero este tema es un pretexto para presentar una comitiva de nobles y magnates florentinos, pues los reyes son grandes personajes de la familia de los Médicis; el viejo Cosme, su hijo Pedro y su nieto Lorenzo, que, adolescente, va con una gran corona de rosas, jinete en un caballo enjaezado que ostenta las armas de la familia. Detrás siguen una multitud de huéspedes y amigos de los Médicis, y en primer término los más ilustres: el emperador Juan Paleólogo y el patriarca de Constantinopla, que habían acudido a Florencia para asistir al Concilio que había de tratar de la reunión de las dos Iglesias.

Otros son familiares de la casa o ciudadanos allegados a los Médicis, entre ellos el propio pintor. Presenciamos allí, más que una visión piadosa, relacionada con el pasaje evangélico de los Magos, una cabalgata suntuosísima en la Florencia cuatrocentista. Los fondos son fantásticas rocas con altos pinos rectos, como los de las selvas toscanas de Valombrosa y el Casentino, aunque a su lado crecen los naranjos, como para asegurarnos de que no nos hemos movido del clima templado de la Italia central. Fra Angélico hubiera alabado, con toda seguridad, el bello color y el lujo de detalles del Cortejo de los Magos del palacio de Cosme de Médicis, pero seguramente le hubiera desagradado el aire pagano y laico de la caravana; él pintaba a los Magos postrados a los pies del Divino Infante, entregados del todo a su adoración; el confundir a los Magos con retratos de personajes reales que se glorificaban a sí mismos en aquella obra, le hubiera parecido una profanación.

El tema medieval de la cabalgata de los Magos tuvo en este caso, como ya hemos dicho, su antecedente: Benozzo no era hombre para inventar un asunto espontáneamente. Todavía en la actualidad, en Florencia se conserva aquel antecedente, una tabla del pintor de Umbría, Gentile da Fabriano, con una Adoración de los Reyes en la que se ve también el numeroso cortejo que acompaña a los Magos y se desarrolla por segunda vez en el fondo, como una comitiva que se ve llegando desde lejos hasta las puertas de la ciudad.

La Adoración de Gentile da Fabriano estaba en la iglesia de la Trinidad, de Florencia, y de ella pudo aprender Gozzoli el valor decorativo que podía obtenerse de la aglomeración de caballos, acompañantes y servidores. Gentile da Fabriano es el maestro de esta Adoración, artista casi de una sola obra. El espíritu, como dice el libro santo, sopla cuando quiere y no sabemos de dónde viene, y a veces durante una vida sopla una sola vez. Este soplo, en el caso de Gentile da Fabriano, sirvió además para estimular a Benozzo Gozzoli a producir algo que ya es más que una simple pintura; la cabalgata de los Magos, de la casa de los Médicis, es un documento esencialmente histórico; fija el momento del mayor apogeo de Florencia, hogar del humanismo renaciente.
Además de la cabalgata de Benozzo Gozzoli, la capilla de los Médicis, en su palacio de la vía Lata, poseía otro tesoro: el retablo del altar, con la Virgen y el Niño, obra del atribulado fray Filippo Lippi, actualmente en el Museo de Berlín. Hacia aquel altar, pintado sobre tabla, Benozzo Gozzoli hizo desfilar lentamente el cortejo de los tres Reyes con su séquito. Filippo Lippi (1406-1469), el autor del altar, fue fraile, precisamente, del convento del Carmen, donde se encuentran los frescos de Masaccio.

Acaso aprendería del gran maestro la técnica, que es una de las bases más firmes del gran arte de fray Filippo; pero su espíritu era tan personal, tenía un sentido tan original para apreciar la naturaleza, que sus pinturas destacan entre las de los cuatrocentistas florentinos por una nota casi exótica de persistente romanticismo. Sus Vírgenes son siempre niñas, de piel transparente, que juntan las manos blandas y miran como extrañadas al Infante recién nacido, incapaces de comprender todavía su propia maternidad. Las figuras accesorias son mucho menos interesantes. Sólo en la Adoración de la capilla de los Médicis -la que hoy se halla en el Museo de Berlín- San Juan es ya un niño inteligente de formas redondeadas, pero el paisaje es de belleza fantástica, iluminado por luces misteriosas; sus selvas y rocas fosforescentes parecen como el anticipo de los fondos románticos de Leonardo. El suelo está tapizado de bellísimas flores; la luz cae en rayos rectos desde la gloria, abierta en un cielo oscuro, del que salen el Padre y el Paráclito. Los árboles son también los pinos de la selva, como vemos en los frescos de Benozzo Gozzoli, y en el suelo las hierbas florecen abundantes entre las rocas, en pleno invierno.

Acaso este amor profundo a la naturaleza libre, que sentía fuera de toda regla, dio a las pinturas de fray Filippo su valor tan grande de juventud. Algunas de sus Madonas reproducen una misma mujer, que parece fue Lucrecia Butti, la monja de Prato con la cual se casó después, por haberles relevado el papa Pío II de sus votos.

Las mismas cualidades, el mismo ideal de fray Filippo encontramos, exageradas, en una de las primeras obras de su hijo Filippino (1457-1504): el cuadro de la aparición de la Virgen a San Bernardo, de la iglesia de la Abadía, en Florencia, obra admirable de singular idealización de la realidad. San Bernardo inclina la cabeza, sorprendido, ante la figura de la Virgen aunque sin extrañar que la celestial Señora compareciera a dictarle su tratado sobre el Cantar de los Cantares, que está escribiendo en el pupitre, porque acostumbra a dialogar con ella en la oración.

La Virgen es una florentina delicada, de largo cuello pálido y cabellos de oro, que escapan del peinado, retenido apenas por el velo transparente. El nimbo es cristalino, la luz se diluye dibujando las manos finas y los ropajes resplandecientes. En la técnica y en el paisaje, Filippino se muestra mucho más adelantado que su padre, y sus cualidades se pondrían plenamente a prueba al recibir el encargo de continuar la decoración de la capilla Brancacci del Carmine, que Masolino y Masaccio habían dejado sin terminar. En sus frescos del Carmen, realizados en 1484-1485, Filippino se deja llevar por la influencia de Masaccio hasta el punto de confundirse con él en estilo y color. Pero a lo largo de toda su vida lo caracterizó la preocupación por los ritmos determinados por una gran inquietud de dibujo y de líneas.

En la segunda mitad del siglo XV, Florencia se encuentra en posesión de un ideal bien definido para el arte y para la vida. Ya no son únicamente los grandes mecenas, como Cosme de Médicis, y algunos espíritus superiores, como Brunelleschi, Masaccio y los eruditos y humanistas que tenían a su lado, sino que entre las nobles familias, y aun entre la clase media y el pueblo, se difunde un nuevo criterio de la vida, dedicada al placer intelectual y al gusto aristocrático de las formas bellas.

Verdaderamente, éste es el momento supremo de la amable y refinada civilización florentina, que florece entre cantos, joyas y pinturas. A los tiempos de formación del gran Cosme han sucedido los de sus nietos Juliano y Lorenzo, ambos jóvenes, enamorados y artistas. La misma belleza es fácil; no hay que descubrirla dolorosamente, como tuvo que hacerse en los primeros años de aquel siglo. A los genios rebeldes; semitrágicos, como Donatello y los precursores compañeros de Cosme, han sucedido otros espíritus más sutiles, que pueden darse cuenta de toda la grandeza del momento que les ha sido dado inmortalizar.

La Herencia cuatrocentista, que veíamos sólo aparecer disfrazada en la Adoración de los Magos, de Benozzo Gozzoli, se presenta sin ambages en las obras de los dos grandes maestros de esta segunda generación: Domenico Ghirlandaio y Alessandro o Sandro Botticelli, ambos hijos de artesanos, un cordonero y un tonelero, pero elevados por el arte a la amistad y el favor de las más encumbradas familias florentinas. Los dos fueron llamados a Roma hacia el año 1481 para pintar, en unión de Perugino, algunos frescos en las paredes laterales de la Capilla Sixtina del Vaticano; pero su actividad y su arte hubieron de manifestarse más eficazmente en la ciudad de Florencia.

Ghirlandaio (1449-1494), más equilibrado que Botticelli, permanece algo apartado del gran cuadro de la vida florentina que le toca ilustrar. El retablo de la Adoración de los Pastores, de la capilla Sasseti, por él decorada, del convento de la Trinidad, actualmente en el Museo de la Academia, nos da clara idea de su espíritu y educación. Sus pastores son gentes sencillas, campesinas, que el hombre de la ciudad se place en sorprender entre sus rebaños; la Virgen es una florentina joven y elegante; a lo lejos se ve la cabalgata de los Magos, en un panorama de colinas pobladas como las de Toscana. Un arco de triunfo, dedicado a Pompeyo Magno, se levanta en medio del camino. El sarcófago con una inscripción y las columnas clásicas que sostienen el techo del pesebre, todo indica que esta pintura fue ejecutada por el artífice después de su regreso de Roma.

En otro retablo de la Epifanía, en el Hospital de los Inocentes, Ghirlandaio presenta aún la composición con más simetría: las figuras de los Reyes, acompañantes y santos se distribuyen en rededor de una pequeña Virgen, debajo de un cobertizo sostenido por pilastras cuatrocentistas, encima del cual hay un coro de ángeles. En esta obra el paisaje del fondo, inspirado en elementos reales, un puerto y una ciudad entre colinas, tiene la precisión fantástica y terrible de las imágenes soñadas.

En la misma capilla del convento de la Trinidad, donde estaba su Adoración de los Pastores, Chirlandaio, que debía representar los temas de la vida de San Francisco de Asís, introduce en sus composiciones, en las figuras secundarias, grupos de retratos de las familias Médicis y Sasseti, con sus familiares y amigos, presentes en la escena como si a ello les diera derecho, no su piedad, sino la elegancia refinada de su ropaje y el gesto artístico con que se presentan. Estos frescos fueron realizados hacia el año 1485.

Sin embargo, cómo podía Ghirlandaio transformar una composición mística del siglo anterior en un cuadro lleno de la gente mundana de su tiempo, se ve mejor todavía en la serie de frescos que pintó en el ábside de la gran iglesia de Santa Maria Novella, en la propia Florencia. Este ábside, cuadrado, conservaba aún resto de las pinturas trecentistas, con la vida de la Virgen, aunque tan descoloridas, que exigían una sustitución. Es posible que Ghirlandaio respetara los asuntos allí trazados, pero las santas figuras fueron encerradas en estancias decoradísimas con todo el lujo florentino de ricos arrimaderos de nogal tallado, con taraceas y techos espléndidos, y fueron vestidas con ropajes recamados con la fastuosidad y buen gusto propios de los nobles de su tiempo.

Los frescos de Santa María Novella fueron pintados por encargo de la opulenta familia Tornabuoni, emparentada también con los Médicis; por esto aparecen allí los individuos de la casa, con su clientela de artistas y eruditos. En la escena de la Visitación se reconoce a Juana Albizzi, casada con Lorenzo Tornabuoni. En la que representa la Natividad del Bautista, otra dama de la misma familia se adelanta pausadamente hasta el centro del cuadro, con su séquito de dos dueñas y una sirviente que lleva una canastilla de flores.

En la Natividad de María, que hace frente a ésta, en el lugar mejor iluminado del ábside, una jovencita elegante, Luisa Tornabuoni, se adelanta también acompañada de varias señoras de respeto, como si fuese ella el personaje principal y la Natividad del Precursor y de la Madre de Dios hubieran ocurrido tan sólo para que ella pudiese presenciar la escena, sin arrodillarse ni perder su aristocrática compostura. Las mujeres participan así también de los gustos y la gloria de su época, y acaso galantemente se les reservó el mejor lugar en esas dos Natividades.
Pero en otro fresco, que quiere representar la aparición del ángel a Zacarías, las dos figuras principales se pierden en el fondo, dentro de un nicho decorativo que forman las arquitecturas. El primer término lo ocupan totalmente los diversos grupos que forman los ricos patronos de la capilla con sus allegados, entre ellos el propio pintor. Allí están Marsilio Ficino, el primer helenista de su época, gran amigo de Cosme de Médicis, ya algo viejo, con su capa y sus cabellos blancos; Poliziano, el poeta y preceptor ilustre. Según Vasari, los que con ellos platican son Demetrio el griego y Cristóbal Landino.

Con sencillez irreprochable Ghirlandaio llenaba sin fatigarse las paredes de las capillas de Florencia con esas series de frescos, que son tan importantes y preciosos, por lo que tienen de laico y de profano, y porque enseñan cómo, renovándose el paganismo en las costumbres y en las ideas, los florentinos empleaban ya los temas cristianos sólo como una base de composición. Los artistas se entregaban al nuevo ideal con ardor de neófitos y superaban en muchos puntos la propia libertad de los antiguos. Les favorecía la presencia en aquel medio refinado de las doncellas y matronas cultas que no retenían el espíritu con escrúpulos y temores, sino que participaban del fervor renacentista sin esnobismo ni petulancia. Son abundantes los retratos de las florentinas ilustres del siglo XV. Mas, vivir adelantándose a los tiempos, como trataron de hacer las gentes de Florencia del siglo XV, era peligrosísimo.

En una vanguardia espiritual, el enemigo más temible se lleva dentro. Son las nostalgias por todo cuanto se ha dejado atrás lo que agobia y debilita la marcha del progreso. Por esto el segundo gran maestro de esta generación, Sandro Botticelli, siendo un espíritu contagiado de estas nuevas ansias, que parecen tan modernas, sufre deseos inasequibles y dudas tormentosas ante el conflicto que le plantean sus ideales.

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Los pintores toscanos


Fuente: Historiadelarte.us

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